Las nuevas montañas de mis paseos por el campo me gustan más
bien poco.
Mira que son años ya viendo cómo el campo se contrae, se
recoge hacia atrás, se borra, se sume en la nada. Y sin embargo, cada vez que
me toca verlo de nuevo, me lastima como si fuese a mí a quien le están robando
el espacio.
Quizá se debe a que siempre viví en el límite de las
ciudades, o a que busqué sus límites para encontrar el campo. Tras el disfrute de vagar por entre los árboles y las plantas, tuve que
ver la destrucción, la excavación, la devastación.
Me recuerda a La historia interminable, cuando el mundo de
la fantasía va desapareciendo, comido por la nada. Tal vez los campos que
recorro pertenezcan también al mundo de la fantasía, y con menos personas
creyendo en ellos, ya parece que no son necesarios.
Me pregunto a veces por el origen antropológico de esta
sensación tan devastadora como si algo me estuviese sucediendo a mí, en el
cuerpo. Y pienso que puede deberse a que el campo en realidad siempre nos ha
dado de comer. Es del campo, de la selva, del bosque, de donde nosotros sacamos
los alimentos. Sigue siendo así, pero hemos perdido ese vínculo tan lógico, y
hemos empezado a pensar que los alimentos emergen como por arte de magia en los
supermercados.
Sé que las zonas que yo transito no daban muchos alimentos,
pero sí daban setas de todas las variedades, sí daban bellotas, moras, hinojo,
tomillo…